De Cristóbal López Romero, cardenal arzobispo salesiano de Rabat (Marruecos)
El hecho de que muchas personas dejen su lugar de nacimiento y de vida para instalarse en otro lugar es un fenómeno de siempre y de todas partes. No es nuevo. Yo mismo fui migrante a la tierna edad de nueve meses, en brazos de mi madre, desplazándonos desde Vélez-Rubio (Almería) hasta Badalona (Barcelona) -700 km- en el récord de más de 48 horas (un autocar y 4 trenes); corría el año 1953.
Las migraciones no son un problema, sino la consecuencia de problemas políticos, sociales, económicos y, a veces, hasta religiosos y culturales. “Si las riquezas no van a donde están los pobres, los pobres irán a donde están las riquezas”: evidente y lógico… e inevitable.
Ahora mucha gente se alarma porque cada año varias decenas de miles de migrantes, fundamentalmente provenientes de África, llegan a España de manera irregular. Nadie le hace ascos a los 50.000 italianos que se han instalado en Barcelona; a los rusos que llegaban con 500.000 euros para invertir no sólo se les abrían las puertas, sino que se les daba la nacionalidad. En mi pueblo natal y alrededores hay centenares de ingleses que se han instalado en los antiguos cortijos…; nadie les pone mala cara, porque traen libras esterlinas.
Las personas migrantes no son un problema; el problema, en todo caso, es la pobreza de muchos de ellos. Migrar es un derecho humano reconocido universalmente; los españoles lo hemos ejercido durante décadas y nos ha ido bien; parecemos olvidarlo.
¿Por qué la gente deja su casa, su familia, su pueblo, su país? Por muchos motivos, pero sobre todo por razones económicas: para buscar un mejor vivir. Se huye, si se puede, de la pobreza y de la miseria. No faltan quienes lo hacen por razones políticas (guerras, persecuciones), por motivos de estudio y formación… y hay quien lo hace por gusto. Todos tienen derecho a hacerlo.
¿Por qué llegan “ilegalmente”, “clandestinamente”? Porque no se les permite hacerlo de una manera legal, ordenada y segura. Europa se ha cerrado en una postura rabiosamente egoísta, olvidando los millones de italianos y españoles que fueron acogidos en Argentina (resolviendo su problema, el de su país y haciendo grande su nueva patria), los refugiados políticos que fueron a México y Latinoamérica, los irlandeses que poblaron Estados Unidos, los millones de trabajadores del sur de Europa que Francia, Alemania y Suiza recibieron en la posguerra… porque se necesitaban mutuamente. Europa defiende con uñas y dientes (con dinero y con leyes, pero también con armas) su posición de privilegio y de bienestar en el contexto mundial.
La cerrazón de Europa, que dificulta todo lo que puede la obtención de visados de entrada, provoca migraciones acompañadas de ilegalidad, de mafias, de sufrimiento y dolor y, desgraciadamente, hasta de muerte.
“¿Y cuál es la solución? ¿Qué podemos -debemos- hacer?”, me preguntaba un amigo español cuando presentaba a un grupo visitante la situación de las personas migrantes. La solución es tan simple como difícil, pero es la única: cambiar el mundo. Así de sencillo (de decir) pero así de complicado (de hacer).
Cambiar la ONU para que ejerza un poder fuerte en favor de la igualdad de los pueblos y de la justicia social.
Cambiar la Organización Mundial del Comercio y las leyes internacionales del comercio para que éste sea justo y equitativo, no penalizador para los pobres.
Cambiar el sistema económico mundial para que la solidaridad entre los pueblos sea efectiva y no se reduzca a unas migajas insignificantes y vergonzosas.
Cambiar nuestros corazones para que en ellos quepa la convicción de la fraternidad universal y el compromiso en favor de la paz y de la dignidad humana. Sin esto todo lo anterior será inviable.
“Sin amor no somos nada; sin justicia somos menos”, cantaba el gran Carlos Cano. ¡Y qué razón tenía!
Fuente:
salesianos.info